Allí, tras de la penúltima hoja, se encontraba la Amada.
Imposible de contenerse, a cada instante, a cada minuto, recorría las hojas del cuadernillo para encontrarse con ella...
Su mano acariciaba el reborde de su cuerpo y con sus ojos, corría por el misterio puro del enigma... Silabeando cada nota, sintiendo correr por sus sentidos el manantial iluminado de su paz invisible, de su ritmo, de su música.
Todos los días, a todas horas, la Amada le esperaba allí, en su escondite; aguardando la sed inconsumible, incontrolable de aquél muchacho que, desatado en el encanto infito de la magia, se sumergía en el hechizo sutil de la poesía... y Ella le recibía feroz y eterna. Acariciaba sus cabellos, le cantaba canciones dulces al oído...
Entonces, el muchacho, ebrio de mar y de luces, de sueños, de mundos, de palabras; caía dormido con SU poema, con SU amada, entre los brazos mientras sorbía de una copa de añoranza y de tristeza al recordar que, aquella magia inagotable, aquella nube libre, descarriada; nunca sería una Mujer.